Tengo
una amiga que ha elaborado una original teoría sobre las relaciones
personales. Según ella, cometemos el error de intentar encontrar nuestra
media naranja –quimera cada vez más inalcanzable–, cuando lo que
debemos procurarnos es el monstruo de Frankenstein. Dicho así suena
friky, pero la teoría tiene su punto, de modo que voy a intentar
explicarla. Mi amiga dice que nos pasamos la vida soñando con la persona
perfecta, esa con la que compartir todas las parcelas de la vida: el
sexo, las aficiones, los proyectos, que además sea nuestra mejor
consejera y nuestro paño de lágrimas cuando vengan mal dadas. Lo malo es
que tal dechado de virtudes no existe; pues el que es una fiera en la
cama es también un ojo alegre que corre detrás de todo lo que lleve
faldas. Aquel que parece nuestra alma gemela, porque le gusta tanto
Oscar Wilde como Pink Floyd, es un vago de siete suelas al que le
molesta nuestro éxito profesional. Y, por fin, el santo que aguanta
todas nuestras neuras, nos ama con indesmayable pasión y mataría por
nosotros es más aburrido que chupar un clavo y soporífero como el
Valium. «Seamos realistas –dice mi amiga–, esto es lo que hay y más vale
no hacerse películas. Para colmo, resulta que la mayoría de nosotras/os
(la teoría es válida para hombres y mujeres) sabe todo esto de sobra,
pero ahí es donde entra el `engaño Stendhal´.» «¿Y qué es eso?»,
pregunté yo, interesadísima. «Ya sabes», respondió mi amiga. «La
inefable teoría de la cristalización. Dice Stendhal que cuando uno se
enamora, se produce el mismo fenómeno que cuando se arroja un tronco
seco a una mina de sal. La sal recama el tronco de bellísimos cristales
que nos hacen ver como una joya lo que no es más que una rama vieja.
Pasado el enamoramiento, se acaba la cristalización y volvemos a ver el
tronco tal como es. En otras palabras, la persona que amamos no tiene ni
la mitad de las virtudes que le atribuimos y más pronto que tarde
empiezan a notarse sus carencias. A medida que nos vamos haciendo
viejos, afortunadamente, seguimos enamorándonos, pero ya sabemos que
todo es una idealización, de modo que cada vez resulta más difícil
encontrar alguien potable. Entonces es cuando se hace necesario recurrir
al doctor Frankestein.» Acto seguido, me explicó que la solución es
crear un monstruo con trozos de personas hasta formar la media naranja
ideal. «Evidentemente no se trata de descuartizar a nadie, sino de
procurarse una persona como pareja estable, otra con quien compartir
inquietudes intelectuales, una tercera para las confidencias más íntimas
y hasta una cuarta para la cama, si es menester. Además, con este
sistema se acabaron las neuras existenciales porque lo que no te da uno
te lo da otro, ¿comprendes?» Yo le dije que sí muy educadamente, aunque
su teoría me pareció un disparate, pero luego, dándole vueltas, me he
dado cuenta de que no es tan descabellada. Por supuesto no estoy de
acuerdo en eso de tener tres o cuatro amantes (misión imposible en los
tiempos que corren cuando encontrar uno presentable ya es un triunfo),
pero sí me parece interesante la idea de no esperarlo todo de una sola
persona. Pienso que una de las razones por la que fracasan tantas
parejas es porque todos tenemos una idea `muy Hollywood´ del amor:
creemos que enamorarse significa encontrar de golpe al ser perfecto y
cuando nos damos cuenta de que le faltan piezas surge el desencanto. Sin
caer en la poligamia de mi amiga, pienso que es buena idea no poner
tantas expectativas en una sola persona. Porque, aunque le disguste a
los amantes de los topicazos, la felicidad consiste, precisamente, en
olvidar al príncipe azul y en no esperar peras del olmo. Ya lo dijo
Billy Wilder en una de sus frases románticas más paradójicas: «Nadie es
perfecto» (y nosotros tampoco).
Carmen Posadas
Carmen Posadas
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